LA PRESENCIA
Una vez fui niña, aunque apenas conserve recuerdos de ello. No logro desenterrar las imágenes de los juegos con mis hermanos, el cariño de mis padres o la complicidad con mi hermana. Tan sólo unas fotos abandonadas en una caja de cartón y viejas anécdotas dan crédito de que tuve una infancia.
Me esfuerzo y lo único que atraigo hacia mi son unas sensaciones, un temor que me acompañó durante toda mi niñez. He guardado esto con recelo, en la intimidad de mi alma, y hoy, no podría explicar por qué, necesito compartirlo, dotar de libertad a ese secreto a voces.
Siendo niña, en la noche, me embriagaba la oscuridad. Cuando mis ojos se acostumbraban a la falta de luz, y podía volver a abrirlos, una sensación se desasosiego me invadía. Podía notar como algo me vigililaba, mientras las sombras bailaban a su alrededor. Sabía que tan sólo alargando un brazo sería capaz de palparlo. Sólo era una niña, inocente, y el miedo a lo desconocido hacía que mi pequeño cuerpo temblara. Entonces me escondía bajo las sábanas, suplicando a cielo y tierra que aquella presencia desapareciera, y sollozaba, pidiendo a gritos protección. Cuando despertaba a la mañana siguiente una parte de ese temor seguía en mi, haciéndome diferente de mis hermanos que jugaban, disfrutando de sus años de infancia. Pronto me gané la fama de "llorona", pero era incapaz de explicarles el sentido de mis llantos, pues tan siquiera yo era consciente. La sensación de ser diferente, la incapacidad de hacerme entender, y mi timidez hicieron que las lágrimas aparecieran cada vez en intervalos de tiempo más pequeños, yendo perdiendo día a día su razón de ser. No sé cuándo, ni cómo, pero el manantial de llantos un día se secó y seguí una infancia de lo más normal.
Una noche en vísperas de un examen, estudiaba en el salón. Sólo yo, rodeada de papeles que debía memorizar, y un silencio sobrecogedor. Toda mi familia descansaba en sus aposentos. El sueño me estaba venciendo. Me levanté y dejé mi vista plantada en la pequeña terraza que daba al exterior. Entoncés lo ví de nuevo, había vuelto. Me miraba. Quedé paralizada, no podía cerrar los párpados, y ninguno de mis músculos obedecia. El dolor que desprendía aquella presencia dañó mi alma y una lágrima recorrió mi mejilla. Tan solo el temblor de mis piernas y brazos daban crédito de que mi corazón seguía latiendo. No sé cuánto tiempo estuve así. El sudor bañaba toda mi piel. Tenía miedo, un pavor que todavía hoy me deja boquiabierta al recordarlo. En cuanto recuperé algo de movilidad corrí hacia mi cama, cogiendo con fuerza las sábanas y envolviéndome literalmente bajo ellas, no dejando que tan siquiera un cabello viera la oscuridad. Pero eso ya no era suficiente. Fue la noche más larga de mi vida, y pese a que no podía verlo, sabía que seguía ahí vigilándome, mirándome de una forma enternecedora pero al unísono la más triste que os podaís imaginar. Durante mucho tiempo esperaba a que mi hermana durmiera y encendía la lámpara de la mesita de noche, pues la luz me protegía de las sombras de la oscuridad. Sólo así era capaz de dormir. Cuando mi hermana se desvelaba la apagaba gruñona. Pero ya no importaba, pues ya estaba sumergida en el sueño, y al volver a abrir los párpados estaría abrigada de las luces del nuevo amanecer.
Con los años me he acostumbrado a que esa presencia desconocida me vigile, y muchas de mis pautas de conductan hacen latente el miedo que aún conservo. Cuando llego de madrugada recorro toda la casa hasta llegar a mi habitación en un abrir y cerrar de ojos, procurando no mirar a mi alrededor, intentando alcanzar lo más rápido posible la burbuja que me aisle. Jamás he vuelto a estudiar sola en el salón, sino que lo hago en el dormitorio, pese a las molestias que puedo ocasionarle a mi hermana. Procuro llenar el silencio de música para no sentirlo. Nunca duermo con ningún armario, puerta o ventana abierta, y a veces, escribiendo para vosotros noto como mis dedos tiemblan sobre el teclado, me giro lentamente, y sé que esta ahí observándome, vigilándome sigilosamente, como ahora. Me adula pensar que puede que tenga un sexto sentido, pero no me lo merezco porque no soy capaz de comprenderlo.
Quizá es por eso que temo tanto la soledad. O alomejor, simplemente, estoy loca.